En mi casa he
contabilizado tres Nazar, varias conchas y piedras que he ido recogiendo en Caminos
aquí y allá, un palo, una rama grafiteada de plata del arce japonés que me
cobijó una temporada y un ramo de margaritas, hoy secas, pero que yo sigo viendo
de un naranja brillante… Hoy me doy cuenta del gran valor -que no del precio- de esos objetos, porque son talismanes que me
calman, hacen que me sienta a salvo, que al verlos pueda gritar, como en el pilla
pilla: “¡Casa!” y salvarme de ser
pillada así, sin más. Sencillo como un juego infantil, pero poderoso como un recuerdo
acogedor y sedante.
El simple hecho de
fijar la mirada en algún objeto ayuda por sí mismo a que la mente se detenga un
momento, a que pare el ruido mental y a que baje el ritmo cardíaco. Es una útil
técnica de relajación. A mí mirar el centro de un Nazar me lleva a mares y a
bosques, serena mi mente y me llena de energía. Lo miro y el objeto me devuelve
la mirada y no sé si será una especie de autosugestión, pero me calma. Y quizá ese
sea el gran valor de este amuleto tan extendido en el Mundo, quizá por ese
poder hipnótico sea tan numeroso su uso.
Habrá quien
sienta algo parecido con los símbolos de sus religiones o de sus dioses, tan
numerosos y variados como seres humanos hay en el Planeta. ¡Bienvenidos sean
todos los amuletos del Mundo!, todo aquello que nos propicie algún bien, que nos
de seguridad y nos serene. Porque ese efecto anestésico y analgésico es ahora más
que nunca necesario. Coger una piedra o un palo y sentir que ya no me pillan, que
se la queda ahora el virus, pero que yo ya tengo salvoconducto y ya he hecho el
conjuro: “¡¡¡CASA!!!”…