miércoles, 29 de abril de 2020

Platero y tú, y yo



Yo de pequeña tenía un burrino. En mi recuerdo ahora lo llamo Platero, sintonizando en la distancia y en el tiempo con lo que debió sentir Juan Ramón Jiménez con el suyo: se convirtió en el mejor confidente en un mundo sordo, mudo y ciego, y su simple presencia le debía hacer un poco más liviano el enorme peso de sentirse tan solo en este planeta. “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón; que no lleva huesos.”. Disfrutar de la fidelidad y nobleza de mi pollino era una cálida brisa en los veranos extremeños de mi infancia, en los que un estrecho y sencillo canal con el agua de los campos de regadío aliviaba el sopor de las tardes y se convertía en toda una aventura: dejarte llevar por la corriente y sentir que no había un plan mejor en el mundo. Acostarte sobre la tierra fresca en un campo de margaritas que te llegaban hasta la cintura, coger amapolas con las que colorear las pequeñas manos, ver pastar a las vacas, jugar alegremente con los perros o comer un tomate recién cogido de la mata con sal y sentir que La Vida era eso, ese cúmulo de sensaciones, aromas y sabores.

Los siguientes confidentes que vinieron en mi rescate fueron también animales: “Jumbo”, el mastín cuyo nombre era una mezcla rocambolesca entre el Dumbo de Disney por sus grandes orejas, y el Boeing 747, por su enorme tamaño, y un poco también por mis ganas de volar… Sentarme sencillamente a su lado en las escaleras del patio de la casa del pueblo mirando el horizonte era el mejor plan de todas mis tardes al salir del colegio. Y luego “Kurva”, una gran perra -en todos los sentidos-, y mi tabla de salvación en un tiempo sin alma que me tocó vivir. Con ella me escapé del asfalto y recuperé la naturaleza que tanto amé en mi infancia, con ella también me recuperé a mí misma y a su lado volví a sentir que había alguien que podía hacerme sentir en casa otra vez.

Los científicos han demostrado que existen enormes descargas de oxitocina cuando se miran un perro y su amo, similares a las producidas entre una madre y su recién nacido durante la lactancia. Es simple y llanamente amor entre uno y otro, porque los niveles de esa hormona aumentan tanto en el cuerpo de humanos como en el de los perros. Se trata de un auténtico idilio, de una relación pura. Los que hemos tenido la suerte de compartir la vida con un animal sabemos que nunca estaremos solos mientras ellos estén en nuestras vidas y que cuando ya no estén su recuerdo nos marcará para siempre, nos hará sonreír y también llorar como niños. Porque esa es la única forma de trascender: el recuerdo.

Ahora no tengo perro, ni burro, ni vaca, porque no les deseo una vida de asfalto como la que llevo en la gran ciudad. Pero en mi hoja de ruta ellos son quienes marcarán mi próximo Norte, porque mis alas siguen batiendo al viento y en la próxima ráfaga aprovecharé el impulso y me dejaré llevar, como el agua del canal de mi infancia, hasta la mirada de mi próximo animal para por fin volver a sentirme en casa otra vez. Y volveremos a estar Platero y tú, y yo.                                   

El Abrazo

Mi paseo de ayer tenía como destino esta escultura de Juan Genovés, reproducción de su pintura “El abrazo” y homenaje a los Abogados d...