Yo de pequeña
tenía un burrino. En mi recuerdo ahora lo llamo Platero, sintonizando en la
distancia y en el tiempo con lo que debió sentir Juan Ramón Jiménez con el
suyo: se convirtió en el mejor confidente en un mundo sordo, mudo y ciego, y su
simple presencia le debía hacer un poco más liviano el enorme peso de sentirse
tan solo en este planeta. “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando
por fuera, que se diría todo de algodón; que no lleva huesos.”. Disfrutar de la
fidelidad y nobleza de mi pollino era una cálida brisa en los veranos
extremeños de mi infancia, en los que un estrecho y sencillo canal con el agua
de los campos de regadío aliviaba el sopor de las tardes y se convertía en toda
una aventura: dejarte llevar por la corriente y sentir que no había un plan
mejor en el mundo. Acostarte sobre la tierra fresca en un campo de margaritas
que te llegaban hasta la cintura, coger amapolas con las que colorear las
pequeñas manos, ver pastar a las vacas, jugar alegremente con los perros o
comer un tomate recién cogido de la mata con sal y sentir que La Vida era eso,
ese cúmulo de sensaciones, aromas y sabores.
Los siguientes
confidentes que vinieron en mi rescate fueron también animales: “Jumbo”, el
mastín cuyo nombre era una mezcla rocambolesca entre el Dumbo de Disney por sus
grandes orejas, y el Boeing 747, por su enorme tamaño, y un poco también por
mis ganas de volar… Sentarme sencillamente a su lado en las escaleras del patio
de la casa del pueblo mirando el horizonte era el mejor plan de todas mis
tardes al salir del colegio. Y luego “Kurva”, una gran perra -en todos los
sentidos-, y mi tabla de salvación en un tiempo sin alma que me tocó vivir. Con
ella me escapé del asfalto y recuperé la naturaleza que tanto amé en mi infancia,
con ella también me recuperé a mí misma y a su lado volví a sentir que había
alguien que podía hacerme sentir en casa otra vez.
Los científicos
han demostrado que existen enormes descargas de oxitocina cuando se miran un
perro y su amo, similares a las producidas entre una madre y su recién nacido
durante la lactancia. Es simple y llanamente amor entre uno y otro, porque los
niveles de esa hormona aumentan tanto en el cuerpo de humanos como en el de los
perros. Se trata de un auténtico idilio, de una relación pura. Los que hemos
tenido la suerte de compartir la vida con un animal sabemos que nunca estaremos
solos mientras ellos estén en nuestras vidas y que cuando ya no estén su
recuerdo nos marcará para siempre, nos hará sonreír y también llorar como niños.
Porque esa es la única forma de trascender: el recuerdo.
Ahora no tengo
perro, ni burro, ni vaca, porque no les deseo una vida de asfalto como la que
llevo en la gran ciudad. Pero en mi hoja de ruta ellos son quienes marcarán mi
próximo Norte, porque mis alas siguen batiendo al viento y en la próxima ráfaga
aprovecharé el impulso y me dejaré llevar, como el agua del canal de mi
infancia, hasta la mirada de mi próximo animal para por fin volver a sentirme
en casa otra vez. Y volveremos a estar Platero y tú, y yo.