Mi profesora de
Pilates saluda con un “¡Hola a todo el
mundo!” que me alegra el día. Otra gran Amiga no falla cada mañana y
siempre tiene una frase, canción o saludo preparado nada más despertar. Son
gestos sencillos, ¿verdad?. Esa simple frase que puede marcar la diferencia
entre un buen día o un día de mierda, entrar en un lugar con gente y recibir
amabilidad en el saludo, o que aún resuene en tu mente el eco del “¡Buenos días!” que se quedó huérfano de
respuesta, ese vacío que hace aumentar la deshumanización de todo lo que te
rodea y que te mete en un hoyo muy profundo de soledad y desasosiego.
Yo me crie en un
pueblo y ahí todo el mundo se mira, incluso con descaro, y se saluda, o se
saludaba… Ya no sé, que llevo años sin volver, the times they are a changin’ y peino canas hace tiempo –canas que, por cierto, nunca me he teñido, ¡ni
falta que hace!-. No sé si la historia habrá cambiado mucho, poco o nada,
pero en ese lugar de mi infancia, y en todos los pueblos que por entonces visitaba,
te conocieras o no, fueras oriundo o forastero, era una norma sagrada, básica,
universal, una muestra de cordialidad, de vecindad y de cercanía que a todo
dios se le saludaba. Un leve movimiento de cabeza, un buenos días mirando a la
cara o el pararte a charlar con el vecino o el conocido, o incluso con el
desconocido, ese simple gesto era natural, innato, protocolario. Luego la vida
se volvió más encorsetada, más fría, el paso a una ciudad de provincias -castellana a más inri-, después a una
capital y a medida que iba aumentando en número de habitantes el lugar de mi
residencia temporal, tanto más bajaba el calor humano en los saludos y en las
relaciones.
Es curioso el
hecho de que normalmente nos abrimos más a quienes no nos prejuzgan ni nos
conocen, de ahí tal vez mi particular atracción por los más absolutos desconocidos,
germen de las más bonitas, desgarradoras, banales, divertidas, absurdas,
sencillas o grandes historias que he tenido el privilegio de escuchar. Más de
siete mil millones de seres en este planeta, quiero oír todas las que estén a
mi alcance, o inventarme en el saludo a un desconocido cualquiera de ellas, sea
cierta o no. Ya venga por ese buen gen pueblerino inoculado en mi infancia, o
por el imán que siento por los desconocidos, defiendo el hecho de saludar,
charlar, compartir aunque sea un breve diálogo o una experiencia, como algo que
puede devolvernos esa materia humana de la que todos estamos hechos, pero que a
menudo olvidamos, o nos obligan a olvidar, haciendo que nos comportemos como
robots programados solo para consumir, solo para divertir, solo para estar con
el rebaño, solo para ir a algún sitio, sin derecho a detenerte en el camino,
sin darte el gusto de desviarte de tu rumbo guiado por un sonido, por un olor,
por una conversación, o por las simples y puras ganas de ir contracorriente, de
salir del grupo.
Y hablando de
oasis… Hay para quienes una farmacia no supone más que ser un dispensador de
medicamentos o una panadería el lugar donde surtirse de panes y pasteles, sin
preocuparse por el currante que se desvive porque no nos falte de nada y que
siempre está ahí, abierto para ti. En cambio esos, en apariencia, simples
lugares son los que humanizan nuestros barrios y nuestras ciudades, los que nos
devuelven los saludos a los solitarios de ciudad, los que marcan la diferencia
en el día a día. Saber un poco más de la historia de quienes te rodean,
prestarte a escuchar, incluso tan solamente sonreír y saludar, puede cambiarle
el día a alguien. Tengo la inmensa suerte de vivir en el centro de una gran ciudad
pero en un barrio que, más que eso, sigue conservando sus resquicios de pueblo.
Mayor fortuna la mía porque en este lugar encontrar dos historias parecidas es muy
difícil. El enriquecimiento que se puede encontrar abriendo bien los sentidos
es tan grande que a cualquiera con una mente abierta y un corazón sereno se le muestra
todo un mundo de posibilidades. Saber cómo le va el negocio al panadero y si su
familia está bien, si el farmacéutico que se curra a diario una sonrisa para
cada vecino está contento después de un año abierto; reivindico esos pequeños
gestos que devuelven la esencia a los barrios y a las ciudades, que nos dan un
respiro ante tanta deshumanización y que nos devuelven nuestro carácter humano,
antes de que las máquinas, o los virus, ocupen nuestro lugar en el mundo…
Tantos oasis de humanidad por descubrir,
merece la pena arriesgarse, ¿no?. “Let´s
go, be brave, just say: Hello!”.