La deliciosa
vaharada de olor a guiso casero me hace saber automáticamente qué día es hoy:
media tarde de un sábado cualquiera. Dicen que el olfato es el más emocional de
los sentidos, quizá porque por ser el más primitivo nos lleva a evocar
fuertemente nuestros recuerdos. Inconscientemente llevo ya mucho tiempo
sabiendo en qué día vivo gracias a la cocina de mis vecinas, dos mujeres
sencillas, trabajadoras, alegres, cariñosas y familiares que cuidan, como si de
una delicada flor única se tratase, del bienestar de sus padres ya mayores,
especialmente de su madre, enferma de Alzheimer, a la que constantemente
estimulan y le lanzan, no sin razón, unos sinceros: “¡GUAPA!”. Tienen una
disciplina maravillosa en su menú semanal y nuestras cocinas, una junto a la
otra y, ambas, con una ventana hacia la corrala, hacen que comparta con ellas
los olores, siempre agradables, de sus recetas. Ya sé que en un par de horas el
sonido de la batidora que tritura la verdura del puré marcará el comienzo de la
noche y que la cena de la Señora Pilar y del Señor Joaquín estará a punto de
comenzar. La rutina diaria marcada por el olfato termina con una delicada
fragancia a anís. Imagino la sedante y digestiva infusión que después de la
cena toman antes de irse a acostar. Y como un acto reflejo de ese aroma, un
gran bostezo sale de mi boca. Mi hora de irme a la cama está también próxima,
lo que demuestra que mi metabolismo lo marcan de un tiempo a esta parte los
ritmos circadianos de la cocina de mis vecinas.
Vivo en un
edificio bajo, retranqueado más de medio metro en una acera ancha de una calle
arbolada del centro de Madrid, un barrio que fue cuna de la manolería más
castiza de antaño, hoy transformado en el ombligo de la gentrificación
universal. En la fachada, dos locales ocupados, uno por un restaurante libanés
que, a pesar de su amable nombre, “Habibi”, siempre me ha parecido la oscura
tapadera de los negocios más turbios que mi disparatada imaginación es capaz de
proyectar. El otro local lo ocupa Alí, un egipcio listo, vivo, risueño y que
siempre me saluda efusivamente de la misma manera: “¿¡Cómo estás, Vecina!?”. Es
un amable saludo y una pregunta abierta o retórica, eso ya depende de mis ganas
de entablar con él una conversación, o contestarle con un simple: “¡Todo bien!”.
Sobre los
locales, una primera planta con sendos balcones coronados por dos pequeñas
buhardillas y, en la parte de atrás, un piso extra que se eleva alrededor de la
corrala en forma de U conforman todo el edificio. Se construyó en la forma típica
de casas con corredores alrededor de un pintoresco patio de vecinos, y hoy en
día aún conserva la fuente que surtía de agua a toda la comunidad y que hace
que fácilmente puedas imaginar que la vida de los vecinos giraba alrededor de
este patio y de esta fuente. La necesidad, unida a la atracción y al poder que
tiene el agua sobre los seres vivos, es innegable. Otro vestigio de esos otros
tiempos, gráfico ejemplo de la dureza de la vida para todos los habitantes de
este edificio desde su construcción, son los baños comunitarios, uno en cada
uno de los tres corredores compartido con los habitantes de los ocho pisos de
cada pasillo, herencia impúdica de la falta de aseos en las minúsculas casas -no
más de 30 m2 por Ley-, que debían albergar estas construcciones, ideadas para
acoger indignamente cerca de las zonas fabriles a los numerosos trabajadores
que emigraban a la capital en busca de un empleo.
La Fábrica de
Tabacos quedaba a tres calles y, un poco más lejos, el Matadero, y ambos eran
el destino de los habitantes de mi edificio. Esos lugares aún siguen en pie,
hoy reconvertidos en espacios multiculturales y de promoción del arte, sin
atisbo de lo que hace años supusieron para esta ciudad y su gente: centros de
trabajo de las luchadoras “cigarreras de Lavapiés” en un caso, y en el otro: aparte
de lugar de trabajo para un sinfín de personas, depósito de munición para la valiente
resistencia republicana en el sitio de Madrid, duro y cruel campo de exterminio
del 39 al 42 y almacén de patatas en el terrible año del hambre, 1940. Asola
enormemente la idea de pensar en el trabajo, en el sufrimiento y en la lucha
que aquí se produjeron y más aún asola el hecho de que muy entrado este nuevo
siglo XXI no exista ni una sola placa conmemorativa, ni un ápice de historia
que avive la memoria de estos lugares, tan necesaria para que no se repitan las
atrocidades de que fueron testigos silenciosos. Porque el arte, la cultura
deben tener también ese cometido: servir de voz a la historia.
Pero la historia
que en esta ciudad día a día podría haber seguido sucediendo sin más, sin
pensar, sin reflexionar, se ha truncado. Un maremoto invisible ha borrado de un
plumazo las hordas de molestos turistas en el barrio, ha hecho desaparecer los
silbidos dándose el “agua” de los delincuentes callejeros, ha callado los
desafinados cánticos de los borrachos y ha extinguido automáticamente todo el
bullicio y el ajetreo de los vecinos en las terrazas, en las tiendas o,
simplemente, en la calle. De golpe, como si una gran ola gigante hubiera
barrido la algarabía constante de este barrio, el ruido del tumulto y de los
coches ha sido sustituido por un enorme silencio, sólo roto por el agradable piar
de los pájaros, por el esporádico ladrido de algún perro, cansado ya de tanto
paseo que a modo de salvoconducto usa su dueño para poder salir fuera de casa, por
los puntuales aplausos de las ocho de la tarde y por el precioso Ṣalāt que al
caer el sol cantan los muchos musulmanes desde sus balcones, un rezo universal
que reconforta a quien sepa escucharlo. Pensar que esto no sólo sucede en mi
calle, único horizonte que puedo ver desde mi ventana, sino que marca el ritmo
de todas las calles de la Tierra me hace sentir escalofríos. Es la guerra que
le tocaba vivir a nuestra generación. Una guerra despiadada, inhumana, porque
el invisible enemigo aún no se ha dado a conocer del todo, tan sólo ha mostrado
los efectos destructivos de su más efectiva artillería, y el tremendo horror de
sus resultados: más saña y mayor letalidad cuanto más débil es la víctima.
Un vecino del
edificio de enfrente, muy enfático en todo –es curioso lo que dice de nosotros
la forma de aplaudir- y deseando encontrar cómplices en su idea de que todos
los que aplaudimos a diario nos juntemos al final del confinamiento en una gran
fiesta en la calle, cuenta una bonita historia que rescato como un náufrago se
aferra a su tabla: su padre le contaba que en el barrio donde creció, en
Pacífico, y a pesar de vivir en un quinto piso sin ascensor, cogía a diario la
silla de mimbre y el botijo con agua rebajada con anís y, después de la dura
jornada, se bajaba a tomar el fresco con los vecinos a la calle. Era la
necesidad de hermanamiento con el prójimo, de sentir que tu vecino estaba allí,
de preocuparse por la vida de los demás, por lo bueno, por lo malo, y de estar
todos a una.
Y yo sé que ese
sentimiento permanece y, no sólo eso, que el silencio que ha impuesto el
confinamiento lo va a hacer más fuerte. La algarabía del tumulto ha sido
sustituida por la reflexión. Quienes habitamos este edificio homenajeamos a
esos primeros habitantes que tanto sufrieron y a los que vinieron después. La
historia hecha con retales de vidas pasadas. Poco a poco el humano que habita
en nosotros empieza a despertar, o demuestra que nunca se había ido del todo,
sólo estaba aletargado, dormido, sedado ante tanto ruido…
Porque saber que
si a medianoche tu madre se pone mala y tienes que ir al hospital, una vecina podrá
cuidar de tu padre el cual, cauto, sin querer molestar, rechazará amablemente
la compañía, agradecerá de corazón el gesto, y, preocupado y solo después de 60
años de matrimonio, se quedará cabizbajo tomando lo que más calor puede darle en
esos momentos de angustia: un simple vaso de leche caliente con galletas; el
sabor del hogar. Y que la vecina seguirá como una espía cada leve sonido del
arrastrar de las zapatillas del Señor Joaquín sobre el piso, adivinando en los
suspiros cada sentimiento, mascando en sus lágrimas la angustia porque la
maldita mala suerte haya hecho que precisamente ahora la Señora Pilar haya
caído enferma. Pero el destino parece estar del lado bueno del mundo por una
vez, una gastroenteritis aguda y en tres horas vuelven a estar en casa, a
salvo. Esta vez el susto solo ha servido para poner en evidencia el sentimiento
de vecindad que, sin necesidad de palabras, existe en mi comunidad.
Precisamente
ahora más que nunca es necesario ese sentimiento de hermanamiento, de vecindad,
de estar todos a una. Resistir, sobrevivir sin más, no es suficiente, hay que
salir más humanos, más unidos, debemos aprender algo. Quiero pensar que un
nuevo Renacimiento está a punto de estallar… y que después de esta distopía el
subhumano en que nos habíamos convertido desaparecerá para dar paso a un nuevo
humanismo.
… Mis vecinas me
han contado que la Señora Pilar llevaba un par de días sin hablar. A pesar de
que su cruel enfermedad le haga perder la conciencia de quién es o dónde está,
debe saber que algo poco habitual está sucediendo. Pero hoy un radiante sol
después de varios días de frío y tormenta nos ha recordado que la primavera ha
llegado en este mes que llevamos de confinamiento, los pájaros cantaban
alegremente y la suavidad en la melodía de la Klásica imprimía una luz suave a
la corrala. Y en ese ambiente el dulce olor de un bizcocho casero lo ha
inundado todo y, como por arte de magia, el sentido del olfato ha hecho saltar
el resorte de la memoria de Doña Pilar que, sonriente y alegre, les ha gritado
a sus hijas: “¡¡¡GUAPAS!!!”.