jueves, 30 de abril de 2020

Tía LoK




Hace tiempo me hice mayor, o pequeña, y decidí convertirme en quien siempre quise ser: una Tía LoK -léase “tíaloca”-. Desde entonces así me llaman mis sobrinos; procuraré no defraudarles y abrazaré la bendita locura siempre que pueda, que también se educa desaprendiendo... Las camisetas que me visten así lo atestiguan. “No os preocupéis, yo sé cuidarme SOLITA” de la forzuda Pipi Calzaslargas -que tu caballo se llame “Pequeño Tío” y vista lunares lo dice todo-. Los monos como compañeros de vida, también de Frida. Mi alter ego Mafalda, peleona incansable frente a las injusticias del mundo. Darle una vuelta de tuerca a la familia Telerín: ellos me mandaron a la cama en mi infancia, pero ahora mando yo, a la cama, o no. Autoproclamarme Reina entre banderas republicanas. Pequeños detalles que conforman una manera de vivir, una forma de ser, ¡pon un buen Mazinger Z en tu camiseta y que se quite toda la alta costura del mundo!.

En una sociedad donde lo que te hace diferente te estigmatiza, en lugar de empoderarte como alguien especial y valioso, es más necesario que nunca reivindicar lo que nos define, lo que nos apasiona, lo que nos hace ser quienes somos. Los crisoles de culturas han demostrado ser la vía mejor de enriquecimiento en la cultura de cualquier pueblo, la pureza precisamente está en la mezcla, y en lugares donde no ha habido esa fusión se han extendido numerosas enfermedades, las fobias al diferente, la principal de ellas. Los pensamientos y formas de vida endogámicas enferman a sus portadores, empobrecen su existencia y no permiten que la especie evolucione hacia su mejor versión, sino que se quedan anclados en un estatismo asfixiante.

Reconocer, valorar y disfrutar la riqueza en la variedad de lo que te rodea, desde las miles de especies animales, vegetales, culturales y, cómo no, humanas, es el motor que pondrá en marcha tu expansión en el mundo, abrirte al mestizaje para que se agranden tus fronteras. “Ama y ensancha el alma”, como cantaba Robe. No entiendo otro camino posible para seguir haciéndome mayor, o pequeña… 

Y si no encuentras un lugar que te brinde esa libertad, puedes huir al grito de: “Me voy de aquí, todos están locos. ¡¡¡ARRE UNICORNIO!!!”.

miércoles, 29 de abril de 2020

Mis vecinos




La deliciosa vaharada de olor a guiso casero me hace saber automáticamente qué día es hoy: media tarde de un sábado cualquiera. Dicen que el olfato es el más emocional de los sentidos, quizá porque por ser el más primitivo nos lleva a evocar fuertemente nuestros recuerdos. Inconscientemente llevo ya mucho tiempo sabiendo en qué día vivo gracias a la cocina de mis vecinas, dos mujeres sencillas, trabajadoras, alegres, cariñosas y familiares que cuidan, como si de una delicada flor única se tratase, del bienestar de sus padres ya mayores, especialmente de su madre, enferma de Alzheimer, a la que constantemente estimulan y le lanzan, no sin razón, unos sinceros: “¡GUAPA!”. Tienen una disciplina maravillosa en su menú semanal y nuestras cocinas, una junto a la otra y, ambas, con una ventana hacia la corrala, hacen que comparta con ellas los olores, siempre agradables, de sus recetas. Ya sé que en un par de horas el sonido de la batidora que tritura la verdura del puré marcará el comienzo de la noche y que la cena de la Señora Pilar y del Señor Joaquín estará a punto de comenzar. La rutina diaria marcada por el olfato termina con una delicada fragancia a anís. Imagino la sedante y digestiva infusión que después de la cena toman antes de irse a acostar. Y como un acto reflejo de ese aroma, un gran bostezo sale de mi boca. Mi hora de irme a la cama está también próxima, lo que demuestra que mi metabolismo lo marcan de un tiempo a esta parte los ritmos circadianos de la cocina de mis vecinas.

Vivo en un edificio bajo, retranqueado más de medio metro en una acera ancha de una calle arbolada del centro de Madrid, un barrio que fue cuna de la manolería más castiza de antaño, hoy transformado en el ombligo de la gentrificación universal. En la fachada, dos locales ocupados, uno por un restaurante libanés que, a pesar de su amable nombre, “Habibi”, siempre me ha parecido la oscura tapadera de los negocios más turbios que mi disparatada imaginación es capaz de proyectar. El otro local lo ocupa Alí, un egipcio listo, vivo, risueño y que siempre me saluda efusivamente de la misma manera: “¿¡Cómo estás, Vecina!?”. Es un amable saludo y una pregunta abierta o retórica, eso ya depende de mis ganas de entablar con él una conversación, o contestarle con un simple: “¡Todo bien!”.

Sobre los locales, una primera planta con sendos balcones coronados por dos pequeñas buhardillas y, en la parte de atrás, un piso extra que se eleva alrededor de la corrala en forma de U conforman todo el edificio. Se construyó en la forma típica de casas con corredores alrededor de un pintoresco patio de vecinos, y hoy en día aún conserva la fuente que surtía de agua a toda la comunidad y que hace que fácilmente puedas imaginar que la vida de los vecinos giraba alrededor de este patio y de esta fuente. La necesidad, unida a la atracción y al poder que tiene el agua sobre los seres vivos, es innegable. Otro vestigio de esos otros tiempos, gráfico ejemplo de la dureza de la vida para todos los habitantes de este edificio desde su construcción, son los baños comunitarios, uno en cada uno de los tres corredores compartido con los habitantes de los ocho pisos de cada pasillo, herencia impúdica de la falta de aseos en las minúsculas casas -no más de 30 m2 por Ley-, que debían albergar estas construcciones, ideadas para acoger indignamente cerca de las zonas fabriles a los numerosos trabajadores que emigraban a la capital en busca de un empleo. 

La Fábrica de Tabacos quedaba a tres calles y, un poco más lejos, el Matadero, y ambos eran el destino de los habitantes de mi edificio. Esos lugares aún siguen en pie, hoy reconvertidos en espacios multiculturales y de promoción del arte, sin atisbo de lo que hace años supusieron para esta ciudad y su gente: centros de trabajo de las luchadoras “cigarreras de Lavapiés” en un caso, y en el otro: aparte de lugar de trabajo para un sinfín de personas, depósito de munición para la valiente resistencia republicana en el sitio de Madrid, duro y cruel campo de exterminio del 39 al 42 y almacén de patatas en el terrible año del hambre, 1940. Asola enormemente la idea de pensar en el trabajo, en el sufrimiento y en la lucha que aquí se produjeron y más aún asola el hecho de que muy entrado este nuevo siglo XXI no exista ni una sola placa conmemorativa, ni un ápice de historia que avive la memoria de estos lugares, tan necesaria para que no se repitan las atrocidades de que fueron testigos silenciosos. Porque el arte, la cultura deben tener también ese cometido: servir de voz a la historia.

Pero la historia que en esta ciudad día a día podría haber seguido sucediendo sin más, sin pensar, sin reflexionar, se ha truncado. Un maremoto invisible ha borrado de un plumazo las hordas de molestos turistas en el barrio, ha hecho desaparecer los silbidos dándose el “agua” de los delincuentes callejeros, ha callado los desafinados cánticos de los borrachos y ha extinguido automáticamente todo el bullicio y el ajetreo de los vecinos en las terrazas, en las tiendas o, simplemente, en la calle. De golpe, como si una gran ola gigante hubiera barrido la algarabía constante de este barrio, el ruido del tumulto y de los coches ha sido sustituido por un enorme silencio, sólo roto por el agradable piar de los pájaros, por el esporádico ladrido de algún perro, cansado ya de tanto paseo que a modo de salvoconducto usa su dueño para poder salir fuera de casa, por los puntuales aplausos de las ocho de la tarde y por el precioso Ṣalāt que al caer el sol cantan los muchos musulmanes desde sus balcones, un rezo universal que reconforta a quien sepa escucharlo. Pensar que esto no sólo sucede en mi calle, único horizonte que puedo ver desde mi ventana, sino que marca el ritmo de todas las calles de la Tierra me hace sentir escalofríos. Es la guerra que le tocaba vivir a nuestra generación. Una guerra despiadada, inhumana, porque el invisible enemigo aún no se ha dado a conocer del todo, tan sólo ha mostrado los efectos destructivos de su más efectiva artillería, y el tremendo horror de sus resultados: más saña y mayor letalidad cuanto más débil es la víctima.

Un vecino del edificio de enfrente, muy enfático en todo –es curioso lo que dice de nosotros la forma de aplaudir- y deseando encontrar cómplices en su idea de que todos los que aplaudimos a diario nos juntemos al final del confinamiento en una gran fiesta en la calle, cuenta una bonita historia que rescato como un náufrago se aferra a su tabla: su padre le contaba que en el barrio donde creció, en Pacífico, y a pesar de vivir en un quinto piso sin ascensor, cogía a diario la silla de mimbre y el botijo con agua rebajada con anís y, después de la dura jornada, se bajaba a tomar el fresco con los vecinos a la calle. Era la necesidad de hermanamiento con el prójimo, de sentir que tu vecino estaba allí, de preocuparse por la vida de los demás, por lo bueno, por lo malo, y de estar todos a una. 

Y yo sé que ese sentimiento permanece y, no sólo eso, que el silencio que ha impuesto el confinamiento lo va a hacer más fuerte. La algarabía del tumulto ha sido sustituida por la reflexión. Quienes habitamos este edificio homenajeamos a esos primeros habitantes que tanto sufrieron y a los que vinieron después. La historia hecha con retales de vidas pasadas. Poco a poco el humano que habita en nosotros empieza a despertar, o demuestra que nunca se había ido del todo, sólo estaba aletargado, dormido, sedado ante tanto ruido…

Porque saber que si a medianoche tu madre se pone mala y tienes que ir al hospital, una vecina podrá cuidar de tu padre el cual, cauto, sin querer molestar, rechazará amablemente la compañía, agradecerá de corazón el gesto, y, preocupado y solo después de 60 años de matrimonio, se quedará cabizbajo tomando lo que más calor puede darle en esos momentos de angustia: un simple vaso de leche caliente con galletas; el sabor del hogar. Y que la vecina seguirá como una espía cada leve sonido del arrastrar de las zapatillas del Señor Joaquín sobre el piso, adivinando en los suspiros cada sentimiento, mascando en sus lágrimas la angustia porque la maldita mala suerte haya hecho que precisamente ahora la Señora Pilar haya caído enferma. Pero el destino parece estar del lado bueno del mundo por una vez, una gastroenteritis aguda y en tres horas vuelven a estar en casa, a salvo. Esta vez el susto solo ha servido para poner en evidencia el sentimiento de vecindad que, sin necesidad de palabras, existe en mi comunidad.

Precisamente ahora más que nunca es necesario ese sentimiento de hermanamiento, de vecindad, de estar todos a una. Resistir, sobrevivir sin más, no es suficiente, hay que salir más humanos, más unidos, debemos aprender algo. Quiero pensar que un nuevo Renacimiento está a punto de estallar… y que después de esta distopía el subhumano en que nos habíamos convertido desaparecerá para dar paso a un nuevo humanismo.

… Mis vecinas me han contado que la Señora Pilar llevaba un par de días sin hablar. A pesar de que su cruel enfermedad le haga perder la conciencia de quién es o dónde está, debe saber que algo poco habitual está sucediendo. Pero hoy un radiante sol después de varios días de frío y tormenta nos ha recordado que la primavera ha llegado en este mes que llevamos de confinamiento, los pájaros cantaban alegremente y la suavidad en la melodía de la Klásica imprimía una luz suave a la corrala. Y en ese ambiente el dulce olor de un bizcocho casero lo ha inundado todo y, como por arte de magia, el sentido del olfato ha hecho saltar el resorte de la memoria de Doña Pilar que, sonriente y alegre, les ha gritado a sus hijas: “¡¡¡GUAPAS!!!”.

Platero y tú, y yo



Yo de pequeña tenía un burrino. En mi recuerdo ahora lo llamo Platero, sintonizando en la distancia y en el tiempo con lo que debió sentir Juan Ramón Jiménez con el suyo: se convirtió en el mejor confidente en un mundo sordo, mudo y ciego, y su simple presencia le debía hacer un poco más liviano el enorme peso de sentirse tan solo en este planeta. “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón; que no lleva huesos.”. Disfrutar de la fidelidad y nobleza de mi pollino era una cálida brisa en los veranos extremeños de mi infancia, en los que un estrecho y sencillo canal con el agua de los campos de regadío aliviaba el sopor de las tardes y se convertía en toda una aventura: dejarte llevar por la corriente y sentir que no había un plan mejor en el mundo. Acostarte sobre la tierra fresca en un campo de margaritas que te llegaban hasta la cintura, coger amapolas con las que colorear las pequeñas manos, ver pastar a las vacas, jugar alegremente con los perros o comer un tomate recién cogido de la mata con sal y sentir que La Vida era eso, ese cúmulo de sensaciones, aromas y sabores.

Los siguientes confidentes que vinieron en mi rescate fueron también animales: “Jumbo”, el mastín cuyo nombre era una mezcla rocambolesca entre el Dumbo de Disney por sus grandes orejas, y el Boeing 747, por su enorme tamaño, y un poco también por mis ganas de volar… Sentarme sencillamente a su lado en las escaleras del patio de la casa del pueblo mirando el horizonte era el mejor plan de todas mis tardes al salir del colegio. Y luego “Kurva”, una gran perra -en todos los sentidos-, y mi tabla de salvación en un tiempo sin alma que me tocó vivir. Con ella me escapé del asfalto y recuperé la naturaleza que tanto amé en mi infancia, con ella también me recuperé a mí misma y a su lado volví a sentir que había alguien que podía hacerme sentir en casa otra vez.

Los científicos han demostrado que existen enormes descargas de oxitocina cuando se miran un perro y su amo, similares a las producidas entre una madre y su recién nacido durante la lactancia. Es simple y llanamente amor entre uno y otro, porque los niveles de esa hormona aumentan tanto en el cuerpo de humanos como en el de los perros. Se trata de un auténtico idilio, de una relación pura. Los que hemos tenido la suerte de compartir la vida con un animal sabemos que nunca estaremos solos mientras ellos estén en nuestras vidas y que cuando ya no estén su recuerdo nos marcará para siempre, nos hará sonreír y también llorar como niños. Porque esa es la única forma de trascender: el recuerdo.

Ahora no tengo perro, ni burro, ni vaca, porque no les deseo una vida de asfalto como la que llevo en la gran ciudad. Pero en mi hoja de ruta ellos son quienes marcarán mi próximo Norte, porque mis alas siguen batiendo al viento y en la próxima ráfaga aprovecharé el impulso y me dejaré llevar, como el agua del canal de mi infancia, hasta la mirada de mi próximo animal para por fin volver a sentirme en casa otra vez. Y volveremos a estar Platero y tú, y yo.                                   

martes, 28 de abril de 2020

Oasis de humanidad



Mi profesora de Pilates saluda con un “¡Hola a todo el mundo!” que me alegra el día. Otra gran Amiga no falla cada mañana y siempre tiene una frase, canción o saludo preparado nada más despertar. Son gestos sencillos, ¿verdad?. Esa simple frase que puede marcar la diferencia entre un buen día o un día de mierda, entrar en un lugar con gente y recibir amabilidad en el saludo, o que aún resuene en tu mente el eco del “¡Buenos días!” que se quedó huérfano de respuesta, ese vacío que hace aumentar la deshumanización de todo lo que te rodea y que te mete en un hoyo muy profundo de soledad y desasosiego.

Yo me crie en un pueblo y ahí todo el mundo se mira, incluso con descaro, y se saluda, o se saludaba… Ya no sé, que llevo años sin volver, the times they are a changin’ y peino canas hace tiempo –canas que, por cierto, nunca me he teñido, ¡ni falta que hace!-. No sé si la historia habrá cambiado mucho, poco o nada, pero en ese lugar de mi infancia, y en todos los pueblos que por entonces visitaba, te conocieras o no, fueras oriundo o forastero, era una norma sagrada, básica, universal, una muestra de cordialidad, de vecindad y de cercanía que a todo dios se le saludaba. Un leve movimiento de cabeza, un buenos días mirando a la cara o el pararte a charlar con el vecino o el conocido, o incluso con el desconocido, ese simple gesto era natural, innato, protocolario. Luego la vida se volvió más encorsetada, más fría, el paso a una ciudad de provincias -castellana a más inri-, después a una capital y a medida que iba aumentando en número de habitantes el lugar de mi residencia temporal, tanto más bajaba el calor humano en los saludos y en las relaciones.

Es curioso el hecho de que normalmente nos abrimos más a quienes no nos prejuzgan ni nos conocen, de ahí tal vez mi particular atracción por los más absolutos desconocidos, germen de las más bonitas, desgarradoras, banales, divertidas, absurdas, sencillas o grandes historias que he tenido el privilegio de escuchar. Más de siete mil millones de seres en este planeta, quiero oír todas las que estén a mi alcance, o inventarme en el saludo a un desconocido cualquiera de ellas, sea cierta o no. Ya venga por ese buen gen pueblerino inoculado en mi infancia, o por el imán que siento por los desconocidos, defiendo el hecho de saludar, charlar, compartir aunque sea un breve diálogo o una experiencia, como algo que puede devolvernos esa materia humana de la que todos estamos hechos, pero que a menudo olvidamos, o nos obligan a olvidar, haciendo que nos comportemos como robots programados solo para consumir, solo para divertir, solo para estar con el rebaño, solo para ir a algún sitio, sin derecho a detenerte en el camino, sin darte el gusto de desviarte de tu rumbo guiado por un sonido, por un olor, por una conversación, o por las simples y puras ganas de ir contracorriente, de salir del grupo. 

Y hablando de oasis… Hay para quienes una farmacia no supone más que ser un dispensador de medicamentos o una panadería el lugar donde surtirse de panes y pasteles, sin preocuparse por el currante que se desvive porque no nos falte de nada y que siempre está ahí, abierto para ti. En cambio esos, en apariencia, simples lugares son los que humanizan nuestros barrios y nuestras ciudades, los que nos devuelven los saludos a los solitarios de ciudad, los que marcan la diferencia en el día a día. Saber un poco más de la historia de quienes te rodean, prestarte a escuchar, incluso tan solamente sonreír y saludar, puede cambiarle el día a alguien. Tengo la inmensa suerte de vivir en el centro de una gran ciudad pero en un barrio que, más que eso, sigue conservando sus resquicios de pueblo. Mayor fortuna la mía porque en este lugar encontrar dos historias parecidas es muy difícil. El enriquecimiento que se puede encontrar abriendo bien los sentidos es tan grande que a cualquiera con una mente abierta y un corazón sereno se le muestra todo un mundo de posibilidades. Saber cómo le va el negocio al panadero y si su familia está bien, si el farmacéutico que se curra a diario una sonrisa para cada vecino está contento después de un año abierto; reivindico esos pequeños gestos que devuelven la esencia a los barrios y a las ciudades, que nos dan un respiro ante tanta deshumanización y que nos devuelven nuestro carácter humano, antes de que las máquinas, o los virus, ocupen nuestro lugar en el mundo…

 Tantos oasis de humanidad por descubrir, merece la pena arriesgarse, ¿no?. “Let´s go, be brave, just say: Hello!”.

El Abrazo

Mi paseo de ayer tenía como destino esta escultura de Juan Genovés, reproducción de su pintura “El abrazo” y homenaje a los Abogados d...